En
un mundo como el actual, en el que la frivolidad es motivo de vanagloria, vale la
pena reconsiderar el valor de apreciar, de querer al otro por lo que es, más
que por lo que tiene o lo que aparenta.
El
querer a alguien por lo que realmente es, implica, entre muchas otras cosas, el
saber que todos somos dualidad, que en nosotros habita proclividad a los
vicios, pero también la disposición a las virtudes; que hay un lado oscuro,
siempre tratando de predominar, pero que también somos luz; a fin de cuentas, que
todos y cada uno de nosotros somos lo blanco y lo negro, imperfectos pero perfectibles.
Querer
a alguien por el ser, y no por el tener o el parecer, quiere decir que lo
valoramos en todos sus matices, que sin uno de ellos dejaría de ser precisamente
esa alteridad a la que apreciamos.
La
partida de un ser querido, si bien implica dolor, también debe representar un
júbilo, aquel que nos brinda la satisfacción de haberle querido tanto por lo
bueno, como por lo malo.
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